13 de diciembre de 2015

Crónica de nuestros mares

La visión del horizonte de tu rostro.
Tus curvas rendidas acariciando las sábanas.
 Me permito el lujo de conducirte por los caminos que me pide ese bostezo.
Y esa sonrisa posterior.
 La que esbozas cuando abres los ojos, y me intuyes.
Sentirte acercándote es como atraer el sol, no la luna, como te dije anoche.
Lo haces despacio, siempre dices que hay que disfrutar del camino.
Pero yo he sido siempre muy de destinos y me rindo a tu órbita.
Porque me has enseñado que los labios calientes de una mañana de diciembre hay que venerarlos.
Y los pelos que dices de loca.
Y las piernas que invaden mis tierras.
Y las manos inexplicablemente frías.
Y los hoyuelos de tus mejillas.
Y tus legañas. Todo.
Eres todo y somos.
Porque no existe mayor universo que tu cuerpo nadando en mis olas.
Tus calmas y tus tormentas.
Tus uñas y tus caricias.
Tu habilidad para decirme mil cosas con una mirada.
No necesito más que las yemas de tus dedos derribando mis mitos.
Y tus susurros clamando contra el día.
Que le follen al desayuno y a la ducha y a la mañana y al trabajo y al medio día y a la comida y al café y a la tarde y a la cena.
Que mejor naufragar aquí que salvarnos sin una sábana por encima.

11 de marzo de 2015

De heridas

De heridas que se cierran.
O se quieren cerrar.
Desde dentro. Aunque los colores que hacían daño se hayan desaturado, palidecido, siguen oliendo demasiado a lo que debió ser, tuvo que ser, pudo ser, quise que fuera y no fue.

Pero las heridas son inteligentes. Saben cuando contraerse, cuando escenificar una cicatrización teatral digna de un espectáculo de Broadway y así engañar. O provocar muy fuerte que quiera engañarme. Al fin y al cabo somos nosotros los que decidimos si queremos engañarnos a nosotros mismos o preferimos ser estúpidamente e inútilmente sinceros. Yo que sé.

Pese a todo, nadie quiere hacer desaparecer una herida de cuello o de clavícula. Esas son las que nos guardamos para recordar. Para recordar en los largos viajes nocturnos por la ciudad cuando paso por portales traicioneros y me doy cuenta de que estos auriculares no me abrigan lo suficiente como para eclipsar el ruido que me llega de aquellos días en los que el viento nos gritaba. Y no podría recordarlo sin mi herida del cuello. Una de ellas.

Y joder, me da igual que no se entienda nada. Hoy estoy escribiendo y no pienso borrar ni una puta palabra de las que crea mi movimiento espasmódico sobre el teclado. Quiero que todo lo que me salga de las yemas de los dedos quede reflejado aquí. Como mis ganas de viajar en otros ojos o mi rechazo a que Madrid huela distinto. Sí, todo eso. Todo eso que sólo tiene sentido cuando mi caprichosa cabeza decide que tengo que pensar más en serio y que todas esas realidades que adoro imaginar no son realidades ni son nada. Únicamente látigos que dirijo hacia mi espalda enrojecida.

Y ojalá esas marcas fueran de uñas tras una salvaje noche con otros ojos, joder. O esos graciosos dientes que sonríen congelados. Por que ya sean uñas, dientes o yemas de dedos, mi espalda temblará de escalofríos. Y ya va siendo hora, joder. Quiero escalofríos sin condiciones. Sin explicaciones. Sin razones que pesen varias toneladas. Solamente escalofríos. Y el caos al que conllevan. Sí, prefiero estar vacío a lleno de mierda, pero creo que llenarme de caos durante media hora será mejor que achicar agua en mi interior eternamente.

No creo que haya sido capaz de cerrar ninguna herida al fin y al cabo. Pero sí creo que le he señalado el camino a lo que en varios minutos, u horas, o días, o meses, o años, se convertirá en mi verdadera hacedora de cicatrices. Que ya va siendo hora. O día. O mes. O año.

24 de octubre de 2014

Incongruencias sobre la huida.

Siempre nos quedamos con lo que se va.
Dejamos marchar aquello que calienta
Para aferrarnos a un calor nostálgico
Que refresca más.
Que despierta más.

En una vida dominada por las huidas
ansiamos con toda nuestra fuerza
una caricia tan fuerte que nos obligue a parar.
Que nos detenga los pies. Las manos. Las sombras.
Y nos regale una piel de gallina.

Pero somos escurridizos reincidentes.
Ningún contacto físico podrá superar a nuestra tormenta.
A nuestra puta lluvia. Que llueve dentro.
Que sabe como pisar los charcos del recuerdo
para salpicar tanto que ahogue.

Porque anhelamos el calor.
Pero estamos perdidamente enamorados del frío.
Y pensamos que no hay nada mejor que las ramas de un árbol,
desnudas como cuerpos entre sábanas.
Entrelazados riéndose de las leyes de la física.

Y seguimos.
La huida no conoce distancias.
La tierra es redonda para no tener adonde llegar.
No hay precipicio que nos detenga.
Ni viento huracanado que nos haga volar.

Por que tras el otoño llega el delirio
de reencontrarse con el sexo frío.
Cubriendo de nuevo de hielo los corazones,
que se congelaron allá en los años de los besos
que tuvieron que darse tras las columnas de un patio de recreo.

Pero no más plurales.
Sólo singular.
Como tu caso.
Y el mío.

Ningún quédate.
Ningún necesito.
Ningún tengo frío.
Sólo una sonrisa de complicidad
Y tus labios que se desvanecen.
Para encontrarse con los fantasmas del presente.
Porque los del pasado ya son amigos míos.

9 de septiembre de 2014

La odisea de la muchacha que no sabía leer las estrellas.

La muchacha estaba mustia. Sus comisuras dibujaban puentes de ríos secos y disfrazaba las palabras con mantos oscuros tras los que aullar sin ser oída. Como no podía ser de otro modo, al fin y al cabo. Seguía saltando de charco en charco como si de esa manera pudiera escapar de los fantasmas que, sin ninguna clase de piedad, la atormentaban día tras día, hora tras hora, verso tras verso. Y para colmo, sólo por no saber leer las estrellas. Bajo sus cabellos de color azabache, ambos hemisferios libraban una ardua y sanguinaria batalla por hacerse con el control de los ojos de la muchacha. Al fin y al cabo, ahí estaba la clave. En sus ojos. En las sombras invertidas que dibujaban los reflejos y destellos de las estrellas que pasaban fugazmente frente a ella. Estrellas que, por otra parte, poco tenían de mágicas. Simples mezclas de polvo y fenómenos científicos que rondan el universo a millares. Pero a ella le gustaba más pensar que sí, que eran mágicas. Pasaban ante ella porque querían decirle algo tan importante que el universo se veía obligado a conspirar para que el mensaje llegase de un modo que mereciese la pena leerlo, bajo directrices de Coelho. El problema es que la pobre chica no sabía descifrar esos importantes mensajes. O no quería. Esa era otra de las ideas que la privaban del sueño entre café y café. Así, insomne y con el pelo suelto, la muchacha vagaba por los parques buscando destellos de luz en los charcos que pisaba, por si la respuesta estuviera en un reflejo. Por si encontraba un sapo resultón. Por si al pisarlo se sumergiera en un país de las maravillas donde los conejos blancos tienen prisa. Pero nada. Un día, mientras la muchacha yacía sobre su enorme colchón blanco murmurando cosas sobre aguas de colores, se percató de que de pronto ya no había ninguna puerta en esa habitación. Ni ventanas. Ni objetos. Las paredes habían inundado el lugar. No había más que paredes por todos los lados. Cuatro. Cinco. Siete. Treinta. Cuarenta y ocho. El cuarto se había convertido en un Hexaquisoctaedro y brillaba intensamente. De pronto la muchacha sintió un alivio creciente. La luz que emanaba cada una de las paredes la atravesaban y la hacían sentir completa. La acariciaban. La besaban. Suaves rayos de luz blanca formaban una figura bella por el simple hecho de existir. Entonces se dio cuenta.